cuento para 3º A B y C del Colegio Virgen de Luján
La yacuaregazú
(cuento de R. Fontanarrosa)
Cuando el hombre sintió el
pinchazo en la axila, pegó un grito y se desmoronó sobre la hojarasca del
sendero.
—¿Qué pasa? —preguntó, alarmada, su mujer.
Edema era una misionera de edad indefinida, de
una flacura lindante con lo esquelético, que venía cargando desde Ipuberá con
un yacaré de 18 kilos, vivo, comprado en el mercado de la plaza.
—Una yacuaregazú— jadeó el hombre, sentado en el
suelo, revisando frenéticamente entre los pliegos de su camisa de brin.
—¿Te picó?
—Me picó.
Edema sabía preparar el yacaré en rodajas no más
anchas que la palma de una mano, sazonadas con cebollas angurí y trozos de
mandioca. O arrollado, atado como un matambre para evitar que se escape, en
caso de no estar bien muerto, tras el primer hervor. Más de una vez le había
ocurrido cuerear un yacaré, quitarle las entrañas, salarlo y verlo luego salir
huyendo con una gallina entre los dientes, al primer descuido.
"Yacaré mboró pubé" solía decir Edema,
y no le faltaba razón.
—¿Dónde te picó?
—Acá —señaló el hombre bajo su brazo.
Transpiraba copiosamente, por el calor oprobioso
de la selva y por el miedo. Sabía que pronto empezaría a orinar saliva, uno de
los primeros síntomas de la expansión del veneno en su cuerpo.
—Mirá —volvió a señalar— se me ha endurecido
esto. Tengo un promontorio duro y redondo como una bola.
—Eso es el codo.
—Me picó en el sobaco —informó el hombre, y por
un momento pareció que estuviera hablando de otro.
—No sé cómo pudo meterse ahí.
Pero él sabía que las yacuaregazú buscan los
lugares oscuros y pilosos para dormitar. Húmedos también. Tal vez el hombre la
había molestado, sin querer, al ajustarse la correa del machete, o se había
rascado.
Edema sabía preparar el yacaré en torrejas, a
las que acompañaba con arroz, yuca y tomate perita. Pero así al hombre no le
apetecía demasiado.
—Andá... andá hasta lo del Catilo... —pidió el
hombre a Edema.
—Decile que me picó una yacuaregazú. Decile que
busque un médico. Decile que se apure. Edema dejó el yacaré en el suelo y salió
a escape.
Era ágil a pesar de su edad indefinida y conocía
la selva bastante bien. Cuando el hombre se quedó solo, se percató del
silencio. Tanteó de nuevo el lugar de la picadura. Vaya a saber cuánto tiempo
hacía que la yacuaregazú había estado habitando la axila, pero no podía hacer
más de tres meses.
Para julio lo había atacado el paludismo y el
doctor del obraje le había dado quinina y le había puesto el termómetro. Y ahí,
en esa misma axila, no había nada. Luego, cuidadoso, el hombre se revisó bajo
el otro brazo. Las yacuaregazú suelen andar en yunta y no hubiese sido nada
raro que la pareja morase en la axila restante.
Sintió la boca seca y los lóbulos de las orejas
le latían como dos pequeños corazones. El veneno de la yacuaregazú es espeso
como una melaza, lento por lo tanto, inapelable.Sus efectos se empiezan a
sentir más nítidamente a la sombra o después de los días patrios.
—Carajo —dijo el hombre.
Se arrastró bajo un gigantesco tipá rosado y
apoyó la recia espalda sobre el tronco del árbol. Miró hacia lo alto, hacia la
imponente catedral de vegetación.
Le parecía paradójico venir a morir en aquel
lugar. Él, justamente él, nacido en esa espesura, hachero, mensú por horas y
cazador de monos. Justamente él que, en el obraje, ya había llenado los papeles,
bajo la vigilante mirada del mister, para irse a trabajar a Kuwait como
operario no especializado.
La bruma propia de Misiones se estaba ya
entibiando, cuando el hombre vio llegar a Edema y Catilo por la picada. A Edema
también le gustaba servir facturas de yacaré con el mate cocido. Le pegaba al
animal en la cabeza con una barreta de acero robada en el ferrocarril hasta que
le reventaba los sesos, lo espolvoreaba con harina y lo metía al horno cubierto
de pasas de uva.
Solían comer de esas facturas, acompañadas de
chipá, durante semanas, tan duras eran. Venían de la mano, como dos criaturas,
pero en sus ojos se leía la premura y la preocupación.
El hombre sólo se había alimentado con unos
hongos amarillentos que encontró en torno al tipá rosado y también había
engullido una docena de tucuruces, o bichos de luz, lo que le había dado una
cierta energía para rebatir el avance del veneno, y un extraño brillo a la
mirada de sus ojos.
—¿Qué te pasó, hermano? —se acuclilló Catilo
junto al hombre.
Catilo también era hábil para cocinar el yacaré,
aunque lo hacía a la manera brasileña, envuelto en una pañoleta y con mermelada
de canela.
—Una yacuaregazú.
—¿Dónde?
A veces, a falta de mermelada de canela, le
ponía gas oil, pero no sabía igual.El hombre levantó el brazo derecho y mostró
la picadura a Catilo. Para mover con más libertad el brazo, hinchado ya del
grosor de una sandía, el hombre se había cortado la manga de la camisa de un
machetazo.
La fiebre o la torpeza de su mano izquierda
habían tornado imperfecto el tajo y el filo del machete se había llevado la
manga, una rebanada de codo y dos dedos de la mano derecha, uno de los cuales,
el anular, descansaba en el suelo a casi un metro del hombre como señalando
algún peligro oculto en la imprevisible maleza.
El otro, el meñique, era llevado
dificultosamente por una multitud de hormigas coloradas, selva adentro.
—Esto es picadura de mbemberé, hermano
—dictaminó Catilo.—
La mbemberé es una araña peluda, del tamaño de
una rata y se la llama también araña saltona o rata arañada.
Catilo, y el hombre mismo, la habían visto más
de una vez saltar hasta tres metros de largo para vadear arroyos o brincar al
lomo de un caballo para arrearse toda una tropilla y pasarla alParaguay.
—Yacuaregazú, te digo.
—¿La viste?
—Medio de reojo, mientras caía.
—¿Cómo era?
—Negra en el lomo. Manos blancas. Pelo cortón,
arriba.
—Mbemberé, hermano.El hombre manoteó el machete.
Le molestaba que lo contradijeran y más en las ocasiones en que estaba en los
umbrales mismos de la muerte.
—Si es mbemberé no es nada —Insistió Catilo.— Te
poneés malo un par de días pero después se pasa.
—Andá a verlo al doctor... Andá a verlo al
doctor y preguntale —dijo el hombre.
—También pudo ser oso hormiguero, hermano.
—Lo hubiera visto. Andá a buscar al doctor, me
estoy muriendo.
—O pato sirirí. Si es sirirí es más jodido.
—Decile que no puedo casi respirar y que me han
aparecido ronchas en la lengua.
—¿Te fijaste bien? ¿No puede haber sido pacú
reló, hermano? Hay mucho pacú reló en esta época.
—Decile que traiga alcanfor y de esas pastillas
azules.
Catilo tomó de la mano a Edema y se fueron
corriendo por la picada. Había veces, también, en que Edema fritaba el yacaré
en forma de dados, pero había dejado de hacerlo desde la vez en que el hombre
juntó los dados e insistió en jugar por dinero.Cuando se halló de nuevo solo,
el hombre pensó que hacía mucho que no veía a su tío Everaldo, que tenía que
ajustar los alambres del gallinero con hilo chanchero y que si no despejaba
hacia el Norte, para el atardecer tendrían lluvia.
—Si es curupí pelado, no cuenta el cuento.
El doctor meneó la cabeza con desaliento tras
escuchar las palabras de Catilo y luego había vuelto a mirar fijamente dentro
de la boca del pecarí de collar.
—No fue curupí. Fue mbemberé —dijo Catilo.
—¿Lomo negro y pelo cortón arriba? —musitó el
doctor.
—Puede ser nutria, también.
El doctor Gomulka sabía mucho del tema. Había
venido al país en el 38, mezclado con la inmigración siriolibanesa, expulsado
de su Polonia natal por el temor a las guerras y a los esperantistas. Y había
ido a Ipuberá por tres días, atraído por la fama de los carnavales misioneros.
Diez años se había quedado allí por causas que
nunca se aclararon muy bien. En la cárcel aprendió su profesión, veterinario.
Luego, ya libre, había seguido la especialización en Foz de Iguazú hasta
alcanzar el título de veterinario odontólogo.
—Tiene que venir pronto —urgió Catilo.
—Está muy malo.
—Ahora no puedo, amigo. Estoy con un tratamiento
de conducto.
—Está muy malo.
—Si es yacuaregazú— el doctor siguió atisbando
dentro de la boca del pecarí no hay remedio. Corte dos ramas de abaribay y
hágale una cruz en la cabecera. Pero si ha sido mbemberé, curupí pelado, nutria
u oso hormiguero, por ahí estamos a tiempo. Hágale un torniquete bien ajustado
que yo ya voy. R. Antes de salir de la casa del doctor, Catilo quiso
asegurarse.
—¿Cuándo viene usted?
—Apenas termine.
Catilo miró el pecarí de collar y vio los ojitos
del chancho salvaje, levemente desorbitados, contemplándolo. La anestesia ni
siquiera había empezado a causarle efecto. Catilo tomó de la mano a Edema y
volvieron a meterse en la selva.
El doctor Gomulka estaba en mitad de la picada
cuando se largó a llover. Esa lluvia deMisiones, donde el agua, en forma de
pequeñas gotas, se abate desde las nubes hacia la tierra.
En ocasiones, era tal el calor acumulado en la
tierra colorada que las gotas de lluvia no llegaban a tocarla. A un metro, un
metro y medio del suelo, se evaporaban al entrar en contacto con el tufo
hirviente que se levantaba desde el piso. Los primeros años, el doctor Gomulka
se sorprendía al ver esa gente empapada desde la cabeza hasta la cintura, y
desde allí hacia abajo, impecables.
No estaba habituado el doctor a ese nuevo mundo
de contrastes, él, originario de una Polonia inmutable donde el mayor contraste
climático que podía recordar era el de un día, en Poznan, donde a la mañana
llovió y a la tarde estuvo nublado. Pero no era momento para quedarse
contemplando la lluvia, y a poco de andar por la picada, el doctor dio con el claro
donde se hallaban el hombre, Catilo y Edema.
A los ojos del yacaré, Edema los sumergía en
yema de huevo, los empanaba y les daba un golpe de horno. Conseguía así unos
bocaditos que el hombre se llevaba al monte o bien los chicos más pequeños
disparaban contra los siriríes, los vencejos o los surubíes flecudos. Catilo se
hallaba hincado junto al hombre.
El doctor advirtió un rictus amargo en la cara
del hachero. Edema había vuelto a poner el yacaré sobre su hombro y aparentaba
estar esperando una orden para reanudar la marcha.
—Se murió —dijo Catilo.—
El doctor no contestó nada, pero se acercó al
hombre.
Este se hallaba aún recostado contra el tronco
del tipá rosado y podría decirse que su expresión era de paz a pesar de la
lengua amoratada totalmente fuera de la boca, sus ojos casi expulsados de las
órbitas y un rictus horroroso en el rostro cetrino. El doctor prefirió
contemplar la picadura, bajo el brazo.
—Carcará —musitó.
Luego meneó la cabeza, confundido.
—Esto no mata a nadie. El carcará es un insecto
crisálido no mayor que un grano de maíz tierno. Vive entre el estiércol de los
porcinos y el sonido que produce al frotar sus alas posteriores es casi
inaudible a menos que se introduzca en el oído de alguien, cosa poco probable.
El doctor encaró a Catilo.
—Cuando ustedes llegaron... ¿Vivía?
—Sí señor.
—¿Y, entonces?
—No soportó el remedio. Le hice el torniquete,
como usted me dijo.
-Para parar la hemorragia. En el brazo.
—No —dijo Catilo. Si la picadura hubiese sido en
la mano, le hacía el torniquete en el brazo. Pero fue en el sobaco. Le hice el
torniquete en el cuello.
El doctor observó de nuevo al hombre. Pudo ver
entonces, entre los pliegues de la gordura de su cuello, el relumbrón acerado
del alambre.
—"Gente bruta" —pensó. "Con
alambre".
Y se volvió para su casa.
Catilo tomó de la mano a Edema y la ayudó a
cargar el yacaré hasta más allá de Aguarimbé.
Fontanarrosa
"De
mí se dirá posiblemente que soy un escritor cómico, a lo sumo. Y será cierto.
No me interesa demasiado la definición que se haga de mí. No aspiro al Nobel
de Literatura. Yo me doy por muy bien pagado cuando alguien se me acerca y me
dice: me cagué de risa con
tu libro"
Roberto Fontanarrosa
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