Cuento policial
[Cuento. Texto completo.]
Marco Denevi
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¿Se puede considerar a este cuento como policial? Por qué?
Actividad 1:
Luego, respondan
las siguientes consignas:
1) Describir
el ambiente en el que transcurre la historia y a los personajes principales.
2) ¿Cuál es
el conflicto que se presenta en el cuento? ¿Quién lo resuelve?
3) ¿Por qué
es un cuento policial? Señalen los párrafos que permiten dar cuenta de esto.
4) ¿Qué
palabras o expresiones permiten saber que la historia del cuento es una
ficción?
Actividad 2:
1) Leer la
noticia titulada: “Espectacular asalto a un banco: se
roban más de 3 millones en 2 minutos”, publicada
en el diario Clarín. ( Clarín, 10
de septiembre de 2010.)
Luego,
resuelvan las siguientes consignas:
1) Mencionar
las principales características que presenta la estructura de la noticia leída(
qué datos aparecen primero, cuáles después en orden de importancia).
2) Describir
el ambiente en el que transcurrió el hecho.
3) Copiar
las partes que dan cuenta de que se trata de una situación real.
4) ¿Qué
características debería tener la noticia para convertirse en un cuento policial
y ficticio?
5) Realizar
un cuadro comparativo y señalar las características de cada tipo de texto
–cuento policial y noticia periodística–.
Actividad 3:
1) Luego de
leer la noticia propuesta en la actividad 2,
sobre la base de esos datos, armen un cuento policial. Para ello, tener en
cuenta las siguientes consideraciones:
- la figura
del narrador debe coincidir con la del periodista;
- se deben respetar
los personajes y el ambiente en el que transcurren los hechos.
2) Una vez
redactado el cuento, leerlo de nuevo y analizar si tiene los rasgos literarios
con los que se completó el cuadro comparativo en la actividad 2, ítem 5. Si no
es así, realizar las modificaciones necesarias para que los tenga.
Cuentos para Tahúres
Salió no más el 10 un 4 y un 6 cuando ya nadie lo creía. A mí qué me importaba, hacía rato que me habían dejado seco. Pero hubo un murmullo feo entre los jugadores acodados a la mesa del billar y los mirones que formaban rueda. Renato Flores palideció y se pasó el pañuelo a cuadros por la frente húmeda. Después juntó con pesado movimiento los billetes de la apuesta, los alisó uno a uno y, doblándolos en cuatro, a lo largo, los fue metiendo entre los dedos de la mano izquierda, donde quedaron como otra mano rugosa y sucia entrelazada perpendicularmente a la suya. Con estudiada lentitud puso los dados en el cubilete y empezó a sacudirlos. Un doble pliegue vertical le partía el entrecejo oscuro. Parecía barajar un problema que se le hacía cada vez más difícil. Por fin se encogió de hombros.
Lo que quieran...dijo.
Ya nadie se acordaba del tachito de la coima. Jiménez, el del negocio, presenciaba desde lejos sin animarse a recordarlo. Jesús Pereyra se levantó y echó sobre la mesa, sin contarlo, un montón de plata.
La suerte es la suerte dijo con una lucecita asesina en la mirada. Habrá que irse a dormir.
Yo soy hombre tranquilo; en cuanto oí aquello, gané el rincón más cercano a la puerta. Pero Flores bajó la vista y se hizo el desentendido.
Hay que saber perder dijo Zúñiga sentenciosamente, poniendo un billetito de cinco en la mesa. Y añadió con retintín: Total, venimos a divertirnos.
- ¡Siete pases seguidos! -comentó, admirado, uno de los de afuera.
Flores lo midió de arriba abajo.
¡Vos, siempre rezando! dijo con desprecio.
Después he tratado de recordar el lugar que ocupaba cada uno antes de que empezara el alboroto. Flores estaba lejos de la puerta, contra la pared del fondo. A la izquierda, por donde venía la ronda, tenía a Zúñiga. Al frente, separado de él por el ancho de la mesa del billar, estaba Pereyra. Cuando Pereyra se levantó dos o tres más hicieron lo mismo. Yo me figuré que sería por el interés del juego, pero después vi que Pereyra tenía la vista clavada en las manos de Flores. Los demás miraban el paño verde donde iban a caer los dados, pero él sólo miraba las manos de Flores.
El montoncito de las apuestas fue creciendo: había billetes de todos tamaños y hasta algunas monedas que puso uno de los de afuera. Flores parecía vacilar. Por fin largó los dados. Pereyra no los miraba. Tenía siempre los ojos en las manos de Flores.
-El cuatro -cantó alguno.
En aquel momento, no sé por qué, recordé los pases que había echado Flores: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10... Y ahora buscaba otra vez el 4.
El sótano estaba lleno del humo de los cigarrillos. Flores le pidió a Jiménez que le trajera un café, y el otro se marchó rezongando. Zúñiga sonreía maliciosamente mirando la cara de rabia de Pereyra. Pegado a la pared, un borracho despertaba de tanto en tanto y decía con voz pastosa:-¡Voy diez a la contra!
Después
se volvía a quedar dormido.
Los dados sonaban en el cubilete y rodaban sobre la mesa.
Ocho pares de ojos rodaban tras ellos. Por fin alguien exclamó:- ¡El cuatro!
En aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo. Encima de la mesa había una lamparita eléctrica, con una pantalla verde. Yo no vi el brazo que la hizo añicos.
El sótano quedó a oscuras. Después se oyó el balazo.
Yo me hice chiquito en mi rincón y pensé para mis adentros: "Pobre Flores, era demasiada suerte". Sentí que algo venía rodando y me tocaba en la mano. Era un dado. Tanteando en la oscuridad, encontré el compañero.
En medio del desbande, alguien se acordó de los tubos fluorescentes del techo. Pero cuando los encendieron, no era Flores el muerto. Renato Flores seguía parado con el cubilete en la mano, en la misma posición de antes. A su izquierda, doblado en su silla, Ismael Zúñiga tenía un balazo en el pecho.
"Le erraron a Flores", pensé en el primer momento, "y le pegaron al otro. No hay nada que hacerle, esta noche está de suerte."
Entre varios alzaron a Zúñiga y lo tendieron sobre tres sillas puestas en hilera. Jiménez (que había bajado con el café) no quiso que lo pusieran sobre la mesa de billar para que no le mancharan el paño. De todas maneras ya no había nada que hacer.
Me acerqué a la mesa y vi que los dados marcaban el 7. Entre ellos había un revólver 48.
Como quien no quiere la cosa, agarré para el lado de la puerta y subí despacio la escalera. Cuando salí a la calle había muchos curiosos y un milico que doblaba corriendo la esquina.
Aquella misma noche me acordé de los dados, que llevaba en el bolsillo ¡lo que es ser distraído!, y me puse a jugar solo, por puro gusto. Estuve media hora sin sacar un 7. Los miré bien y vi que faltaban unos números y sobraban otros. Uno de los "chivos" tenia el 8, el 4 y el 5 repetidos en caras contrarias. El otro, el 5, el 6 y el 1. Con aquellos dados no se podía perder. No se podía perder en el primer tiro, porque no se podía formar el 2, el 3 y el 12, que en la primera mano son perdedores. Y no se podía perder en los demás porque no se podía sacar el 7, que es el número perdedor después de la primera mano. Recordé que Flores había echado siete pases seguidos, y casi todos con números difíciles: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10... Y a lo último había sacado otra vez el 4. Ni una sola clavada. Ni una barraca. En cuarenta o cincuenta veces que habría tirado los dados no había sacado un solo 7, que es el número más salidor.
Y, sin embargo, cuando yo me fui, los dados de la mesa formaban el 7, en vez del 4, que era el último número que había sacado. Todavía lo estoy viendo, clarito: un 6 y un 1.
Al día siguiente extravié los dados y me establecí en otro barrio. Si me buscaron, no sé; por un tiempo no supe nada más del asunto. Una tarde me enteré por los diarios que Pereyra había confesado. Al parecer, se había dado cuenta de que Flores hacía trampa. Pereyra iba perdiendo mucho, porque acostumbraba jugar fuerte, y todo el mundo sabía que era mal perdedor. En aquella racha de Flores se le habían ido más de tres mil pesos. Apagó la luz de un manotazo. En la oscuridad erró el tiro, y en vez de matar a Flores mató a Zúñiga. Eso era lo que yo también había pensado en el primer momento.
Pero después tuvieron que soltarlo. Le dijo al juez que lo habían hecho confesar a la fuerza. Quedaban muchos puntos oscuros. Es fácil errar un tiro en la oscuridad, pero Flores estaba frente a él, mientras que Zúñiga estaba a un costado, y la distancia no habrá sido mayor de un metro. Un detalle lo favoreció: los vidrios rotos de la lamparita eléctrica del sótano estaban detrás de él. Si hubiera sido él quien dio el manotazo dijeron los vidrios habrían caído del otro lado de la mesa de billar, donde estaban Flores y Zúñiga.
El asunto quedó sin aclarar. Nadie vio al que pegó el manotazo a la lámpara, porque estaban todos inclinados sobre los dados. Y si alguien lo vio, no dijo nada. Yo, que podía haberlo visto, en aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo, que no llegué a encender. No se encontraron huellas en el revólver, ni se pudo averiguar quién era el dueño. Cualquiera de los que estaban alrededor de la mesa y eran ocho o nueve pudo pegarle el tiro a Zúñiga.
Yo no sé quién habrá sido el que lo mató. Quien más quien menos tenía alguna cuenta que cobrarle. Pero si yo quisiera jugarle sucio a alguien en una mesa de pase inglés, me sentaría a su izquierda, y al perder yo, cambiaría los dados legítimos por un par de aquellos que encontré en el suelo, los metería en el cubilete y se los pasaría al candidato. El hombre ganaría una vez y se pondría contento. Ganaría dos veces, tres veces... y seguiría ganando. Por difícil que fuera el número que sacara de entrada, lo repetiría siempre antes de que saliera el 7. Si lo dejaran, ganaría toda la noche, porque con esos dados no se puede perder.
Claro que yo no esperaría a ver el resultado. Me iría a dormir, y al día siguiente me enteraría por los diarios. ¡Vaya usted a echar diez o quince pases en semejante compañía! Es bueno tener un poco de suerte; tener demasiada no conviene, y ayudar a la suerte es peligroso. . .
Sí, yo creo que fue Flores no más el que lo mató a Zúñiga. Y en cierto modo lo mató en defensa propia. Lo mató para que Pereyra o cualquiera de los otros no lo mataran a él. Zúñiga por algún antiguo rencor, tal vez le había puesto los dados falsos en el cubilete, lo había condenado a ganar toda la noche, a hacer trampa sin saberlo, lo había condenado a que lo mataran, o a dar una explicación humillante en la que nadie creería. Flores tardó en darse cuenta; al principio creyó que era pura suerte; después se intranquilizó; y cuando comprendió la treta de Zúñiga, cuando vio que Pereyra se paraba y no le quitaba la vista de las manos, para ver si volvía a cambiar los dados, comprendió que no le quedaba más que un camino. Para sacarse a Jiménez de encima, le pidió que le trajera un café. Esperó el momento. El momento era cuando volviera a salir el 4, como fatalmente tenía que salir, y cuando todos se inclinaran instintivamente sobre los dados.
Entonces rompió la bombita eléctrica con un golpe del cubilete, sacó el revólver con aquel pañuelo a cuadros y le pegó el tiro a Zúñiga. Dejó el revólver en la mesa, recobró los "chivos" y los tiró al suelo. No había tiempo para más. No le convenía que se comprobara que había estado haciendo trampa, aunque fuera sin saberlo. Después metió la mano en el bolsillo de Zúñiga, le buscó los dados legítimos, que el otro había sacado del cubilete, y cuando ya empezaban a parpadear los tubos fluorescentes, los tiró sobre la mesa.
Y esta vez sí echó clavada, un 7 grande como una casa, que es el número más salidor...
Rodolfo Walsh : Diez cuentos policiales (1953)
Los dados sonaban en el cubilete y rodaban sobre la mesa.
Ocho pares de ojos rodaban tras ellos. Por fin alguien exclamó:- ¡El cuatro!
En aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo. Encima de la mesa había una lamparita eléctrica, con una pantalla verde. Yo no vi el brazo que la hizo añicos.
El sótano quedó a oscuras. Después se oyó el balazo.
Yo me hice chiquito en mi rincón y pensé para mis adentros: "Pobre Flores, era demasiada suerte". Sentí que algo venía rodando y me tocaba en la mano. Era un dado. Tanteando en la oscuridad, encontré el compañero.
En medio del desbande, alguien se acordó de los tubos fluorescentes del techo. Pero cuando los encendieron, no era Flores el muerto. Renato Flores seguía parado con el cubilete en la mano, en la misma posición de antes. A su izquierda, doblado en su silla, Ismael Zúñiga tenía un balazo en el pecho.
"Le erraron a Flores", pensé en el primer momento, "y le pegaron al otro. No hay nada que hacerle, esta noche está de suerte."
Entre varios alzaron a Zúñiga y lo tendieron sobre tres sillas puestas en hilera. Jiménez (que había bajado con el café) no quiso que lo pusieran sobre la mesa de billar para que no le mancharan el paño. De todas maneras ya no había nada que hacer.
Me acerqué a la mesa y vi que los dados marcaban el 7. Entre ellos había un revólver 48.
Como quien no quiere la cosa, agarré para el lado de la puerta y subí despacio la escalera. Cuando salí a la calle había muchos curiosos y un milico que doblaba corriendo la esquina.
Aquella misma noche me acordé de los dados, que llevaba en el bolsillo ¡lo que es ser distraído!, y me puse a jugar solo, por puro gusto. Estuve media hora sin sacar un 7. Los miré bien y vi que faltaban unos números y sobraban otros. Uno de los "chivos" tenia el 8, el 4 y el 5 repetidos en caras contrarias. El otro, el 5, el 6 y el 1. Con aquellos dados no se podía perder. No se podía perder en el primer tiro, porque no se podía formar el 2, el 3 y el 12, que en la primera mano son perdedores. Y no se podía perder en los demás porque no se podía sacar el 7, que es el número perdedor después de la primera mano. Recordé que Flores había echado siete pases seguidos, y casi todos con números difíciles: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10... Y a lo último había sacado otra vez el 4. Ni una sola clavada. Ni una barraca. En cuarenta o cincuenta veces que habría tirado los dados no había sacado un solo 7, que es el número más salidor.
Y, sin embargo, cuando yo me fui, los dados de la mesa formaban el 7, en vez del 4, que era el último número que había sacado. Todavía lo estoy viendo, clarito: un 6 y un 1.
Al día siguiente extravié los dados y me establecí en otro barrio. Si me buscaron, no sé; por un tiempo no supe nada más del asunto. Una tarde me enteré por los diarios que Pereyra había confesado. Al parecer, se había dado cuenta de que Flores hacía trampa. Pereyra iba perdiendo mucho, porque acostumbraba jugar fuerte, y todo el mundo sabía que era mal perdedor. En aquella racha de Flores se le habían ido más de tres mil pesos. Apagó la luz de un manotazo. En la oscuridad erró el tiro, y en vez de matar a Flores mató a Zúñiga. Eso era lo que yo también había pensado en el primer momento.
Pero después tuvieron que soltarlo. Le dijo al juez que lo habían hecho confesar a la fuerza. Quedaban muchos puntos oscuros. Es fácil errar un tiro en la oscuridad, pero Flores estaba frente a él, mientras que Zúñiga estaba a un costado, y la distancia no habrá sido mayor de un metro. Un detalle lo favoreció: los vidrios rotos de la lamparita eléctrica del sótano estaban detrás de él. Si hubiera sido él quien dio el manotazo dijeron los vidrios habrían caído del otro lado de la mesa de billar, donde estaban Flores y Zúñiga.
El asunto quedó sin aclarar. Nadie vio al que pegó el manotazo a la lámpara, porque estaban todos inclinados sobre los dados. Y si alguien lo vio, no dijo nada. Yo, que podía haberlo visto, en aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo, que no llegué a encender. No se encontraron huellas en el revólver, ni se pudo averiguar quién era el dueño. Cualquiera de los que estaban alrededor de la mesa y eran ocho o nueve pudo pegarle el tiro a Zúñiga.
Yo no sé quién habrá sido el que lo mató. Quien más quien menos tenía alguna cuenta que cobrarle. Pero si yo quisiera jugarle sucio a alguien en una mesa de pase inglés, me sentaría a su izquierda, y al perder yo, cambiaría los dados legítimos por un par de aquellos que encontré en el suelo, los metería en el cubilete y se los pasaría al candidato. El hombre ganaría una vez y se pondría contento. Ganaría dos veces, tres veces... y seguiría ganando. Por difícil que fuera el número que sacara de entrada, lo repetiría siempre antes de que saliera el 7. Si lo dejaran, ganaría toda la noche, porque con esos dados no se puede perder.
Claro que yo no esperaría a ver el resultado. Me iría a dormir, y al día siguiente me enteraría por los diarios. ¡Vaya usted a echar diez o quince pases en semejante compañía! Es bueno tener un poco de suerte; tener demasiada no conviene, y ayudar a la suerte es peligroso. . .
Sí, yo creo que fue Flores no más el que lo mató a Zúñiga. Y en cierto modo lo mató en defensa propia. Lo mató para que Pereyra o cualquiera de los otros no lo mataran a él. Zúñiga por algún antiguo rencor, tal vez le había puesto los dados falsos en el cubilete, lo había condenado a ganar toda la noche, a hacer trampa sin saberlo, lo había condenado a que lo mataran, o a dar una explicación humillante en la que nadie creería. Flores tardó en darse cuenta; al principio creyó que era pura suerte; después se intranquilizó; y cuando comprendió la treta de Zúñiga, cuando vio que Pereyra se paraba y no le quitaba la vista de las manos, para ver si volvía a cambiar los dados, comprendió que no le quedaba más que un camino. Para sacarse a Jiménez de encima, le pidió que le trajera un café. Esperó el momento. El momento era cuando volviera a salir el 4, como fatalmente tenía que salir, y cuando todos se inclinaran instintivamente sobre los dados.
Entonces rompió la bombita eléctrica con un golpe del cubilete, sacó el revólver con aquel pañuelo a cuadros y le pegó el tiro a Zúñiga. Dejó el revólver en la mesa, recobró los "chivos" y los tiró al suelo. No había tiempo para más. No le convenía que se comprobara que había estado haciendo trampa, aunque fuera sin saberlo. Después metió la mano en el bolsillo de Zúñiga, le buscó los dados legítimos, que el otro había sacado del cubilete, y cuando ya empezaban a parpadear los tubos fluorescentes, los tiró sobre la mesa.
Y esta vez sí echó clavada, un 7 grande como una casa, que es el número más salidor...
Rodolfo Walsh : Diez cuentos policiales (1953)
Ver video: www.youtube.com/watch%3Fv%3DjX3VyVvCsgw
Ricardo Piglia: “LA LOCA Y EL RELATO DEL CRIMEN”
"La loca y el relato del crimen" integra el libro Nombre falso.
I
Gordo, difuso, melancólico, el traje de
filafil verde nilo flotándole en el cuerpo, Almada salió ensayando un aire de
secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento.
Las calles se aquietaban ya; oscuras y
lustrosas bajaban con un suave declive y lo hacían avanzar plácidamente,
sosteniendo el ala del sombrero cuando el viento del río le tocaba la cara. En
ese momento las coperas entraban en el primer turno. A cualquier hora hay
hombres buscando una mujer, andan por la ciudad bajo el sol pálido, cruzan
furtivamente hacia los dancings que en el atardecer dejan caer sobre la ciudad
una música dulce. Almada se sentía perdido, lleno de miedo y de desprecio. Con
el desaliento regresaba el recuerdo de Larry: el cuerpo distante de la mujer,
blando sobre la banqueta de cuero, las rodillas abiertas, el pelo rojo contra las
lámparas celestes del New Deal. Verla de lejos, a pleno día, la piel gastada,
las ojeras, vacilando contra la luz malva que bajaba del cielo: altiva,
borracha, indiferente, como si él fuera una planta o un bicho. “Poder
humillarla una vez”, pensó. “Quebrarla en dos para hacerla gemir y entregarse.”
En la esquina, el local del New Deal era
una mancha ocre, corroída, más pervertida aun bajo la neblina de las seis de la
tarde. Parado enfrente, retacón, ensimismado, Almada encendió un cigarrillo y
levantó la cara como buscando en el aire el perfume maligno de Larry. Se sentía
fuerte ahora, capaz de todo, capaz de entrar al cabaret y sacarla de un brazo y
cachetearla hasta que obedeciera. “Años que quiero levantar vuelo”, pensó de
pronto. “Ponerme por mi cuenta en Panamá, Quito, Ecuador.” En un costado,
tendida en un zaguán, vio el bulto sucio de una mujer que dormía envuelta en
trapos. Almada la empujó con un pie.
—Che, vos —dijo.
La mujer se sentó tanteando el aire y
levantó la cara como enceguecida.
—¿Cómo te llamás? —dijo él.
—¿Quién?
—Vos. ¿O no me oís?
—Echevarne Angélica Inés —dijo ella,
rígida—. Echevarne Angélica Inés, que me dicen Anahí.
—¿Y qué hacés acá?
—Nada —dijo ella—. ¿Me das plata?
—Ahá, ¿querés plata?
—La mujer se apretaba contra el cuerpo
un viejo sobretodo de varón que la envolvía como una túnica.
—Bueno —dijo él—. Si te arrodillás y me
besás los pies te doy mil pesos.
—¿Eh?
—¿Ves? Mirá —dijo Almada agitando el
billete entre sus deditos mochos—. Te arrodillás y te lo doy.
—Yo soy ella, soy Anahí. La pecadora, la
gitana.
—¿Escuchaste? —dijo Almada—. ¿O estás
borracha?
—La macarena, ay macarena, llena de
tules —cantó la mujer y empezó a arrodillarse contra los trapos que le cubrían
la piel hasta hundir su cara entre las piernas de Almada. Él la miró desde lo
alto, majestuoso, un brillo húmedo en sus ojitos de gato.
—Ahí tenés. Yo soy Almada —dijo y le
alcanzó el billete—. Cómprate perfume.
—La pecadora. Reina y madre —dijo ella—.
No hubo nunca en todo este país un hombre más hermoso que Juan Bautista
Bairoletto, el jinete.
Por el tragaluz del dancing se oía sonar
un piano débilmente, indeciso. Almada cerró las manos en los bolsillos y enfiló
hacia la música, hacia los cortinados color sangre de la entrada.
—La macarena, ay macarena —cantaba la
loca—. Llena de tules y sedas, la macarena, ay, llena de tules —cantó la loca.
Antúnez entró en el pasillo amarillento
de la pensión de Viamonte y Reconquista, sosegado, manso ya, agradecido a esa
sutil combinación de los hechos de la vida que él llamaba su destino. Hacía una
semana que vivía con Larry. Antes se encontraban cada vez que él se demoraba en
el New Deal sin elegir o querer admitir que iba por ella; después, en la cama,
los dos se usaban con frialdad y eficacia, lentos, perversamente. Antúnez se despertaba
pasado el mediodía y bajaba a la calle, olvidado ya del resplandor agrio de la
luz en las persianas entornadas. Hasta que al fin una mañana, sin nada que lo
hiciera prever, ella se paró desnuda en medio del cuarto y como si hablara sola
le pidió que no se fuera. Antúnez se largó a reír: “¿Para qué?”, dijo.
“¿Quedarme?”, dijo él, un hombre pesado, envejecido. “¿Para qué?”, le había
dicho, pero ya estaba decidido, porque en ese momento empezaba a ser consciente
de su inexorable decadencia, de los signos de ese fracaso que él había elegido
llamar su destino. Entonces se dejó estar en esa pieza, sin nada que hacer
salvo asomarse al balconcito de fierro para mirar la bajada de Viamonte y verla
venir, lerda, envuelta en la neblina del amanecer. Se acostumbró al modo que
tenía ella de entrar trayendo el cansancio de los hombres que le habían pagado
copas y arrimarse, como encandilada, para dejar la plata sobre la mesa de luz.
Se acostumbró también al pacto, a la secreta y querida decisión de no hablar
del dinero, como si los dos supieran que la mujer pagaba de esa forma el modo
que tenía él de protegerla de los miedos que de golpe le daban de morirse o de
volverse loca.
“Nos queda poco de juego, a ella y a
mí”, pensó llegando al recodo del pasillo, y en ese momento, antes de abrir la
puerta de la pieza supo que la mujer se le había ido y que todo empezaba a
perderse. Lo que no pudo imaginar fue que del otro lado encontraría la desdicha
y la lástima, los signos de la muerte en los cajones abiertos y los muebles
vacíos, en los frascos, perfumes y polvos de Larry tirados por el suelo: la
despedida o el adiós escrito con rouge en el espejo del ropero, como un anuncio
que hubiera querido dejarle la mujer antes de irse.
Vino él vino Almada vino a llevarme sabe
todo lo nuestro vino al cabaret y es como un bicho una basura oh dios mío
andate por favor te lo pido olvidame como si nunca hubiera estado en tu vida yo
Larry por lo que más quieras no me busques porque él te va a matar.
Antúnez leyó las letras temblorosas, dibujadas
como una red en su cara reflejada en la luna del espejo.
II
A Emilio Renzi le interesaba la
lingüística pero se ganaba la vida haciendo bibliográficas en el diario El
Mundo: haber pasado cinco años en la Facultad especializándose en la fonología de
Trubetzkoi y terminar escribiendo reseñas de media página sobre el desolado
panorama literario nacional era sin duda la causa de su melancolía, de ese
aspecto concentrado y un poco metafísico que lo acercaba a los personajes de
Roberto Arlt.
El tipo que hacía policiales estaba
enfermo la tarde en que la noticia del asesinato de Larry llegó al diario. El
viejo Luna decidió mandar a Renzi a cubrir la información porque pensó que
obligarlo a mezclarse en esa historia de putas baratas y cafishios le iba a hacer
bien. Habían encontrado a la mujer cosida a puñaladas a la vuelta del New Deal;
el único testigo del crimen era una pordiosera medio loca que decía llamarse
Angélica Echevarne. Cuando la encontraron acunaba el cadáver como si fuera una
muñeca y repetía una historia incomprensible. La Policía detuvo esa misma
mañana a Juan Antúnez, el tipo que vivía con la copera, y el asunto parecía
resuelto.
—Tratá de ver si podés inventar algo que
sirva —le dijo el viejo Luna—. Andáte hasta el Departamento que a las seis
dejan entrar al periodismo.
En el Departamento de policía Renzi
encontró a un solo periodista, un tal Rinaldi, que hacía crímenes en el diario
La Prensa. El tipo era alto y tenía la piel esponjosa, como si recién hubiera
salido del agua. Los hicieron pasar a una salita pintada de celeste que parecía
un cine: cuatro lámparas alumbraban con una luz violenta una especie de
escenario de madera. Por allí sacaron a un hombre altivo que se tapaba la cara
con las manos esposadas: enseguida el lugar se llenó de ángulos. El tipo
parecía flotar en una niebla y cuando bajó las manos miró a Renzi con ojos
suaves.
—Yo no he sido —dijo—. Ha sido el gordo
Almada, pero a ése lo protegen de arriba.
Incómodo, Renzi sintió que el hombre le
hablaba sólo a él y le exigía ayuda.
—Seguro fue éste —dijo Rinaldi cuando se
lo llevaron—. Soy capaz de olfatear un criminal a cien metros: todos tienen la
misma cara de gato meado, todos dicen que no fueron y hablan como si estuvieran
soñando.
—Me pareció que decía la verdad.
—Siempre parecen decir la verdad. Ahí
está la loca. La vieja entró mirando la luz y se movió por la tarima con un
leve balanceo, como si caminara atada. En cuanto empezó a oírla Renzi encendió
su grabador.
—Yo he visto todo he visto como si me
viera el cuerpo todo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que
pertenece que perteneció y va a pertenecer a Juan Bautista Bairoletto el jinete
por ese hombre le estoy diciendo váyase de aquí enemigo mala entraña o no ve
que quiere sacarme la piel a lonjas y hacer visos encajes ropa de tul trenzando
el pelo de la Anahí gitana la macarena, ay macarena una arrastrada sos no tenés
alma y el brillo en esa mano un pedernal tomo ácido te juro si te acercás tomo
ácido pecadora loca de envidia porque estoy limpia yo de todo mal soy una santa
Echevarne Angélica Inés que me dicen Anahí tenía razón Hitler cuando dijo hay
que matar a todos los entrerrianos soy bruja y soy gitana y soy la reina que
teje un tul hay que tapar el brillo de esa mano un pedernal, el brillo que la
hizo morir por qué te sacás el antifaz mascarita que me vio o no me vio y le
habló de ese dinero Madre María Madre María en el zaguán Anahí fue gitana y fue
reina y fue amiga de Evita Perón y dónde está el purgatorio si no estuviera en
Lanús donde llevaron a la virgen con careta en esa máquina con un moño de tul
para taparle la cara que la he tenido blanca por la inocencia.
—Parece una parodia de Macbeth —susurró,
erudito, Rinaldi—. Se acuerda ¿no? El cuento contado por un loco que nada
significa.
—Por un idiota, no por un loco
—rectificó Renzi—. Por un idiota. ¿Y quién le dijo que no significa nada?
La mujer seguía hablando de cara a la
luz.
—Por qué me dicen traidora sabe por qué
le voy a decir porque a mí me amaba el hombre más hermoso en esta tierra Juan
Bautista Bairoletto jinete de poncho inflado en el aire es un globo un globo
gordo que flota bajo la luz amarilla no te acerqués si te acercás te digo no me
toqués con la espada porque en la luz es donde yo he visto todo he visto como
si me viera el cuerpo todo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que
perteneció que pertenece y que va a pertenecer.
—Vuelve a empezar —dijo Rinaldi.
—Tal vez está tratando de hacerse
entender. —¿Quién? ¿Esa? Pero no ve lo rayada que está —dijo mientras se
levantaba de la butaca—. ¿Viene?
—No. Me quedo.
—Oiga viejo. ¿No se dio cuenta que
repite siempre lo mismo desde que la encontraron?
—Por eso —dijo Renzi controlando la
cinta del grabador—. Por eso quiero escuchar: porque repite siempre lo mismo.
Tres horas más tarde Emilio Renzi
desplegaba sobre el sorprendido escritorio del viejo Luna una transcripción
literal del monólogo de la loca, subrayado con lápices de distintos colores y
cruzado de marcas y de números.
—Tengo la prueba de que Antúnez no mató
a la mujer. Fue otro, un tipo que él nombró, un tal Almada, el gordo Almada.
—¿Qué me contás? —dijo Luna,
sarcástico—. Así que Antúnez dice que fue Almada y vos le creés.
—No. Es la loca que lo dice; la loca que
hace diez horas repite siempre lo mismo sin decir nada. Pero precisamente
porque repite lo mismo se la puede entender. Hay una serie de reglas en
lingüística, un código que se usa para analizar el lenguaje psicótico.
—Decime pibe —dijo Luna lentamente—. ¿Me
estás cargando?
—Espere, déjeme hablar un minuto. En un
delirio el loco repite, o mejor, está obligado a repetir ciertas estructuras
verbales que son fijas, como un molde ¿se da cuenta? un molde que va llenando
con palabras. Para analizar esa estructura hay 36 categorías verbales que se
llaman operadores lógicos. Son como un mapa, usted los pone sobre lo que dicen
y se da cuenta que el delirio está ordenado, que repite esas fórmulas. Lo que
no entra en ese orden, lo que no se puede clasificar, lo que sobra, el
desperdicio, es lo nuevo: es lo que el loco trata de decir a pesar de la
compulsión repetitiva. Yo analicé con ese método el delirio de esa mujer. Si
usted mira va a ver que ella repite una cantidad de fórmulas, pero hay una
serie de frases, de palabras que no se pueden clasificar, que quedan fuera de
esa estructura. Yo hice eso y separé esas palabras y ¿qué quedó? —dijo Renzi
levantando la cara para mirar al viejo Luna—. ¿Sabe qué queda? Esta frase: El
hombre gordo la esperaba en el zaguán y no me vio y le habló de dinero y brilló
esa mano que la hizo morir. ¿Se da cuenta —remató Renzi, triunfal—. El asesino
es el gordo Almada.
El viejo Luna lo miró impresionado y se
inclinó sobre el papel.
—¿Ve? —insistió Renzi—. Fíjese que ella
va diciendo esas palabras, las subrayadas en rojo, las va diciendo entre los
agujeros que se puede hacer en medio de lo que está obligada a repetir, la
historia de Bairoletto, la virgen y todo el delirio. Si se fija en las
diferentes versiones va a ver que las únicas palabras que cambian de lugar son
esas con las que ella trata de contar lo que vio.
—Che, pero qué bárbaro. ¿Eso lo
aprendiste en la Facultad?
—No me joda.
—No te jodo, en serio te digo. ¿Y ahora
qué vas a hacer con todos estos papeles? ¿La tesis?
—¿Cómo qué voy a hacer? Lo vamos a
publicar en el diario. El viejo Luna sonrió como si le doliera algo.
—Tranquilizate, pibe. ¿O pensás que este
diario se dedica a la lingüística?
—Hay que publicarlo ¿no se da cuenta?
Así lo pueden usar los abogados de Antúnez. ¿No ve que ese tipo es inocente?
—Oíme, el tipo ese está cocinado, no tiene
abogados, es un cafishio, la mató porque a la larga siempre terminan así las
locas esas. Me parece fenómeno el jueguito de palabras, pero paramos acá. Hacé
una nota de cincuenta líneas contando que a la mina la mataron a puñaladas.
—Escuche, señor Luna —lo cortó Renzi—.
Ese tipo se va a pasar lo que le queda de vida metido en cana.
—Ya sé. Pero yo hace treinta años que
estoy metido en este negocio y sé una cosa: no hay que buscarse problemas con
la policía. Si ellos te dicen que lo mató la Virgen María, vos escribís que lo
mató la Virgen María.
—Está bien —dijo Renzi juntando los
papeles—. En ese caso voy a mandarle los papeles al juez.
—Decime ¿vos te querés arruinar la vida?
¿Una loca de testigo para salvar a un cafishio? ¿Por qué te querés mezclar?
—En la cara le brillaban un dulce
sosiego, una calma que nunca le había visto—. Mira, tomate el día franco, andá
al cine, hacé lo que quieras, pero no armes lío. Si te enredás con la policía
te echo del diario.
Renzi se sentó frente a la máquina y
puso un papel en blanco. Iba a redactar su renuncia; iba a escribir una carta
al juez. Por las ventanas, las luces de la ciudad parecían grietas en la
oscuridad. Prendió un cigarrillo y estuvo quieto, pensando en Almada, en Larry,
oyendo a la loca que hablaba de Bairoletto. Después bajó la cara y se largó a
escribir casi sin pensar, como si alguien le dictara:
Gordo,
difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo
—empezó a escribir Renzi—, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia
para tratar de borrar su abatimiento.
Ver video: www.youtube.com/watch%3Fv%3DWRZyR1jhbvg
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